Valor y coraje de María Moliner
‘Hasta que empieza a brillar’, de Andrés Neuman, transmite con delicadeza e inmediatez la vivencia tristísima en la derrota de la filóloga bajo la España franquista


No es nuevo, y además es irreversible, el compromiso en las dos o tres últimas décadas de restituir a la luz pública a figuras del pasado cultural español que habían quedado fuera de cualquier historia. Ha habido hombres, muchos hombres rescatados (qué se yo, de Manuel Chaves Nogales o Agustí Calvet, Gaziel, a Agustín de Foxá o Dionisio Ridruejo), pero ha habido muchas más mujeres todavía porque de ellas el rastro se perdió o ni siquiera empezó hasta que alguien se decidió a prestar un poco más de atención. El capital cultural de la España contemporánea ha crecido en libros, publicaciones, exposiciones, homenajes, y eso es buena noticia limpia y sin contraindicaciones, más allá de alguna sobrevaloración forzada por la ilusión o incluso el empuje rescatador desaforadamente entusiasta (por ejemplo, en el caso de una escritora menor como Luisa Carnés).
La poderosa reconquista íntegra del pasado, con sus hombres y también con sus mujeres, no tiene marcha atrás, pero cuando se consagra a alguna mujer verdaderamente excepcional la alegría es contagiosa sin remedio. Eso es lo que ha logrado la novela biográfica de Andrés Neuman dedicada a un personaje sencillamente inigualable, María Moliner.
En unos 16 años, a partir de sus 50, logró redactar de punta a punta (y a pelo) un Diccionario de uso del español que se consagró instantáneamente en 1966 como instrumento fundamental para cualquier lector y ciudadano sin más. Reimpreso infinidad de veces, sus dos volúmenes deben ser los que más han comparecido en las fotos recoletas e íntimas de escritores, artistas, periodistas, historiadores del último medio siglo, enfrascados en sus despachos sin que a menudo hubiese rastro del diccionario de la RAE. No es extraño: esta mujer logró escribir 80.000 entradas por su cuenta y riesgo, el doble de las que incluía el de la RAE, desafiando tantas veces como creyó necesario y con insólita libertad y sutileza la rigidez, la torpeza, los sesgos, la circularidad y hasta la inteligibilidad de muchas de las entradas académicas. Algunas son de traca —un gag genial de Jorge Ponce en La revuelta los rastreaba todavía hace apenas unos meses— y ella tuvo que emplearse a fondo y sin pasarse para eludir la exquisita sensibilidad de la censura. Por ejemplo, para definir algo mejor de lo habitual el significado real de rojo o sexo o exilio o república o tiranía. Venga, o patria, a la que le quitó esto tan feo que llevaba puesto en el otro diccionario: donde decía “la suma de cosas materiales e inmateriales, pasadas, presentes y futuras que cautivan la amorosa adhesión de los patriotas”, propuso y estampó: “con relación a los naturales de una nación, esta nación con todas las relaciones afectivas que implica”, y santas pascuas. Venga, otra vez: en el país del yugo y las flechas falangistas, el ejemplo que se le ocurrió para explicar el uso de “yugo” fue, precisamente, “sacudirse el yugo”, es decir: “liberarse de una dependencia despótica”.
La sacudida fue de veras fenomenal, y así lo reconocieron algunos de los mejores de entonces, y eso vale para Ramón Menéndez Pidal, Rafael Lapesa, y muy por delante, Dámaso Alonso, que fue amigo personal e insuficiente impulsor de su candidatura a la Real Academia Española. También había sido Dámaso Alonso el principal responsable de que la editorial Gredos asumiese ese inconcebible proyecto editorial (de una mujer) que los puso a todos al límite, incluida su familia, sus hijos, su marido, su hermana y las ayudantes que pasaban a letra limpia las definiciones que ella iba pergeñando de día (y muy a menudo de noche). Después de lo que vivió como una derrota del machismo imperial o imperante en y ante la RAE, María Moliner ya no quiso volver a probar suerte una segunda vez, cuando entrar allí significaba un periplo de ritualidad semifeudal de pleitesía viril y babosería eruditriz. Con razón los mandó a paseo, por machistas y por clasistas: ella venía de un pasado comprometido con la República a través de las Misiones Pedagógicas, de su admiración por Manuel B. Cossío, por su formación en la Insti (o sea, la Institución Libre de Enseñanza) y por su silenciosa supervivencia como archivera (¡de Hacienda!) en la posguerra y bibliotecaria de la Escuela de Ingenieros.
María Moliner ya no quiso volver a probar suerte en la RAE una segunda vez, cuando entrar allí significaba un periplo de ritualidad semifeudal de pleitesía viril y babosería eruditriz
Recorrer con el dedo pegado a las páginas y las líneas de Hasta que empieza a brillar transmite con delicadeza e inmediatez la vivencia tristísima de la derrota bajo la España franquista y lo hace sin patetismo ni melodrama, mientras la vemos sacando a la familia al balcón del desfile de los vencedores en Valencia, hipócritamente sumisa a aparentar adhesiones inexistentes. Pero a eso sigue el recuento muy sensible de Neuman en torno a las incidencias, los pesares y las represiones de una mujer (de quien parece que Luis Buñuel anduvo enamorado, antes y después del exilio) que llegó a engendrar y criar seis hijos (el primero no sobrevivió) y cuidó también a su marido, catedrático de Universidad en Valencia, cuando ella misma andaba rematando el Diccionario de marras y hasta pensaba en una nueva edición que ya no pudo asumir. Ahí fueron a parar las legendarias fichas encajadas en infinidad de cajas de zapatos repartidas por toda la casa, lavabo, cocina, dormitorios, sin que llegase nunca a ocupar el único despacho disponible (el de su marido) pero sí la mesa de comedor que diariamente había que despejar para otros usos y costumbres. Madre mía del amor hermoso, qué tía, por favor: una bárbara auténtica.
‘Hasta que empieza a brillar’. Andrés Neuman. Alfaguara, 2025. 296 páginas. 19,85 euros.
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